Henry Jiménez | COP30: cuando el poder fósil secuestra el futuro climático

La COP30 de Belém terminó con un vacío imposible de disimular: el documento final no mencionó ni una sola vez los combustibles fósiles. Ese silencio injustificable desató frustración entre gobiernos, científicos y organizaciones civiles. No fue un descuido técnico; fue una decisión política

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La sorpresa fue mayor porque llegó después de lo que amplios sectores interpretaron como un punto de inflexión en la COP28 de Dubái, cuando por primera vez en casi tres décadas se reconoció la necesidad de “alejarse de los combustibles fósiles”. Parecía que ese precedente marcaría un rumbo irreversible. Sin embargo, la COP29 empezó a desandar el camino y Belém lo confirmó: restauró el silencio fósil como norma y evidenció la capacidad de un pequeño grupo de petroestados para bloquear a decenas de países vulnerables.

Un mundo dividido por la riqueza fósil

En Belém, la fractura fue clara. Una coalición integrada por la Unión Europea, el Reino Unido, Colombia y más de ochenta países —en su mayoría Estados vulnerables— defendió incluir una referencia explícita a los combustibles fósiles en el texto final. Como destacó The Guardianmore than 80 nations proposed a flexible, inclusive plan for a fossil fuel roadmap. Todos ellos compartían un rasgo común: no dependen fiscalmente de la renta petrolera.

Frente a este grupo, el bloque rentista actuó con disciplina férrea. Arabia Saudita, al frente del grupo árabe, expuso sin rodeos su postura: “La política energética la decidimos en nuestra capital, no en la suya. Rusia, aunque más cautelosa en público, lideró esfuerzos de bloqueo en conversaciones reservadas. La negociación colapsó cuando Colombia denunció que sus objeciones habían sido ignoradas. El episodio dejó algo claro: no era un desacuerdo técnico, sino la expresión de la estructura del poder fósil operando a plena luz.

Ahí emergió la paradoja más cruda de Belém. No se pedía cerrar pozos, suspender exportaciones ni renunciar de inmediato a los ingresos fósiles. La solicitud internacional era mínima: reconocer, al menos, la necesidad de iniciar una transición gradual, porque los combustibles fósiles están destruyendo el planeta, derritiendo glaciares y deteriorando ecosistemas esenciales para la vida. Sin embargo, incluso esa mención mínima fue percibida como una amenaza existencial. Para muchos petroestados, aceptar ese principio equivale a admitir que su riqueza es finita y que el modelo político que sostiene a sus élites no puede perpetuarse ni heredarse intacto. Por eso reaccionaron con veto, arrogancia y confrontación.

La minoría que decide: el veto como arquitectura del bloqueo

La lectura de que “solo” ochenta países respaldaron la hoja de ruta para abandonar los combustibles fósiles parte de un supuesto equivocado: que en las COP la voluntad mayoritaria es vinculante. No lo es. El régimen internacional del clima opera bajo una regla de unanimidad, que convierte el consenso en un requisito procedimental y, al mismo tiempo, en un instrumento de bloqueo. En un sistema diseñado para evitar la confrontación abierta, una minoría cohesionada puede neutralizar a una mayoría dispersa, reproduciendo —a escala global— la lógica central del poder rentista: ampliar la capacidad de veto de quienes se benefician de la permanencia del orden fósil.

Ese bloque, integrado en gran medida por regímenes autoritarios o por democracias profundamente erosionadas, preserva su estabilidad política, su legitimidad interna y su capacidad distributiva mediante la captura y gestión de las rentas fósiles. Para estos Estados, la descarbonización no es una reforma técnica ni sectorial: implica desmontar las bases materiales y simbólicas de su arquitectura de poder. En consecuencia, la resistencia a los acuerdos climáticos no debe entenderse como un debate sobre el ritmo o la modalidad de la transición, sino como una defensa estructural del régimen político sostenido y reproducido por la renta fósil.

Aun así, este diagnóstico no implica abandonar el espacio multilateral. Las COP han sido, durante tres décadas, un escenario indispensable para posicionar la agenda climática, construir marcos normativos globales y limitar, aunque sea parcialmente, la influencia del poder fósil. Ese espacio se ha ganado y consolidado con años de trabajo diplomático, técnico y ciudadano, y no debe perderse. Pero Belém también nos dejó una lección importante: las COP continúan siendo un espacio esencial para el diálogo global, aunque requieren complementarse con iniciativas paralelas que permitan avanzar allí donde el proceso multilateral encuentra sus límites. Por sí solas, no pueden cargar con todo el peso de la transformación. El desafío exige integrar nuevas coaliciones, iniciativas y espacios de acción que avancen donde el multilateralismo se estanca. No se trata de reemplazar las COP, sino de fortalecerlas desde fuera y desde dentro, ampliando su alcance para que el veto fósil no defina los límites de lo posible.

Lo ocurrido en Belém reafirma un consenso creciente en la literatura especializada: los límites fundamentales de la transición energética no radican en la tecnología, sino en la política. Allí donde las instituciones están capturadas por las rentas extractivas, la transición energética queda subordinada, cuando no directamente bloqueada, a una transición política capaz de desmontar las bases del autoritarismo rentista.

Lo que confirma la evidencia comparada

La evidencia internacional muestra de forma consistente que los Estados con elevada abundancia de recursos fósiles y gobernados por élites autoritarias, como Arabia Saudita, Rusia, Irán, Qatar o Venezuela, se concentran en los cuadrantes inferiores de los índices globales de desempeño democrático y de transición energética. La magnitud de sus reservas, en muchos casos superiores a los 80,000 millones de barriles, sostiene estructuras distributivas que refuerzan coaliciones políticas cerradas, reducen la transparencia y limitan la capacidad de emprender transformaciones de largo plazo. La gráfica adjunta ilustra con nitidez esta dinámica: estos regímenes se agrupan en la zona de bajo rendimiento democrático y bajo progreso en la transición energética.

En contraste, las democracias consolidadas, como Noruega, Dinamarca, Suecia, Alemania o Canadá, entre otras, exhiben altos niveles de apertura institucional, capacidad estatal y pluralismo, combinados con políticas de descarbonización robustas. Tal como muestra la gráfica, estos países se ubican sistemáticamente en la esquina superior derecha: alto puntaje democrático y elevado avance en la transición energética. Incluso en aquellos casos donde existen grandes reservas de hidrocarburos, como Canadá (170,000 millones de barriles), la fortaleza de las instituciones democráticas permite administrar la renta energética con criterios de transparencia, sostenibilidad y planificación intergeneracional. Su desempeño destacado no se explica por la ausencia de recursos fósiles, sino por la calidad del entramado institucional que limita la captura política y permite políticas públicas estables y de largo horizonte.

En conjunto, los datos corroboran un patrón ampliamente documentado: la calidad democrática y la transparencia institucional no solo facilitan la transición energética, sino que actúan como barreras contra su captura por parte de élites fósiles. Por ello, la descarbonización global no depende exclusivamente de avances tecnológicos o compromisos internacionales, sino, de las transformaciones políticas necesarias para desmontar los regímenes rentistas autoritarios. En estos contextos, la transición energética está inexorablemente vinculada a una transformación política.

Más allá de Belém: la transición se construirá desde dentro

Belém expuso con claridad los límites del multilateralismo climático. Un sistema que exige unanimidad en un mundo atravesado por intereses fósiles divergentes está diseñado para producir mínimos comunes, no transformaciones profundas. Por eso, mientras las COP muestran dónde están las fronteras del veto, las decisiones internas revelan dónde la transición sí es posible.

Los países con baja dependencia petrolera, Chile, Uruguay, Costa Rica o buena parte de la Unión Europea, entre otros, avanzan porque no están cautivos de la renta fósil. Su estructura fiscal, institucional y política no depende de los ingresos extractivos, lo que les permite tomar decisiones de largo plazo sin desestabilizar coaliciones internas.

Colombia, con reservas reducidas de petróleo (2.035 mil millones de barriles) y de gas natural (2.064 Gpc) al cierre de 2024, pero con las mayores reservas de carbón de la región (4.554 millones de toneladas), dio en Belém una señal inequívoca: defendió lo que muchos no se atrevieron porque entiende que su futuro no puede seguir anclado a los combustibles fósiles.

Los casos de Alemania y España lo confirman con datos contundentes:

 Alemania pasó de 6 % de electricidad renovable en 2000 a más de 50 % hoy.

 España pasó de 16 % de electricidad renovable en 2000 a superar el 56% del mix eléctrico en apenas dos décadas y media.

Ninguno de estos países es rico en hidrocarburos ni depende de rentas extractivas. Su capacidad de planificar a largo plazo proviene de instituciones sólidas, capaces de sostener políticas estables y de resistir presiones de intereses fósiles. El motor de la transición no fue la riqueza, sino la calidad institucional y el convencimiento de que la descarbonización es indispensable para preservar la estabilidad del sistema climático. Esa es la diferencia que separa a quienes avanzan en la transición de quienes permanecen atrapados en un orden fósil que protege a élites rentistas y bloquea el cambio.

La verdad que Belém dejó al descubierto

La enseñanza es clara, aunque incómoda: la transición energética es posible, pero solo cuando se construye desde dentro, cuando la política logra emanciparse de la renta fósil y alinearse con el interés público. Allí donde se fortalecen las instituciones, se amplía la democracia y disminuye la dependencia petrolera, los países avanzan con mayor rapidez, ambición y consenso.

Nadie debería creer que deshacerse de los combustibles fósiles es un proceso sencillo: hoy siguen representando cerca del 80 % de la matriz energética global. Transformar ese sistema no es solo sustituir infraestructuras; es desmontar estructuras de poder, reordenar incentivos y reconfigurar instituciones que, durante décadas, se han organizado alrededor de la renta fósil.

Al observar el patrón internacional, la evidencia converge en una dirección inequívoca: no son las sociedades las que bloquean la transición, sino las élites fósiles que dependen de ella para mantener su poder. Los subsidios a los combustibles fósiles no protegen a la ciudadanía; protegen a los monopolios que capturan y administran esas rentas, preservando un orden energético que asegura influencia política, fiscal y territorial.

De ahí la gran paradoja contemporánea: generar electricidad con renovables ya es más barato que hacerlo con petróleo o gas. Y, aun así, los gobiernos continúan destinando sumas gigantescas a subvencionar la energía fósil. Estas decisiones no se explican por razones económicas, que hace años dejaron de existir, sino por razones estrictamente políticas: mantener la renta fósil es mantener el poder de quienes la controlan.

Pero esta historia no acabó en Belém. Belém marcó los límites del multilateralismo, pero también abrió una oportunidad para que otros países impulsen una agenda distinta. La conferencia convocada por Colombia en Santa Marta apunta justamente en esa dirección. No será una reunión ceremonial, sino un intento de construir una coalición que avance sin pedir permiso a los petroestados; una alianza que reconozca que la transición no se decreta desde fuera, sino que se conquista desde dentro.

La transición energética no es únicamente una urgencia climática. Es una oportunidad histórica para construir sociedades más estables, prósperas y libres, capaces de romper con un modelo que concentra poder, bloquea reformas y amplía desigualdades. Santa Marta puede ser el punto de partida de ese nuevo ciclo. Belém no fue el cierre, sino fue el comienzo de un realineamiento político global. Allí donde la política se libera de la renta fósil, la transición deja de ser un horizonte lejano y se convierte en un proyecto posible.

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