“El presidente Trump ha firmado en secreto una directiva al Pentágono para que comience a utilizar la fuerza militar contra ciertos cárteles de narcotráfico latinoamericanos que su administración ha calificado de organizaciones terroristas”, informó el New York Times el 8 de agosto. Con información de Wola.
“La orden proporciona una base oficial para la posibilidad de realización de operaciones militares directas en el mar y en territorio extranjero contra los cárteles”.
Utilizar la fuerza militar estadounidense en el extranjero contra organizaciones criminales con fines lucrativos sería un grave error. Si se llevara a cabo en el territorio de otros países sin el consentimiento de sus gobiernos, se consideraría una “amenaza o quebrantamiento de la paz” o un “acto de agresión” según la Carta de las Naciones Unidas, o un “ataque armado” según el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. En América Latina y el Caribe, donde las sensibilidades hacia la intervención militar estadounidense son fuertes y trascienden el espectro político, pocos encontrarían convincentes las alegaciones de “defensa propia”, y las relaciones podrían verse afectadas durante muchos años. Sin embargo, las normas internacionales no son la única razón por la que las intervenciones militares contra el crimen organizado serían graves errores. Tampoco tienen sentido desde el punto de vista práctico ni estratégico. A continuación se exponen cinco razones por las que consideramos que dicho plan no funcionaría.
- El objetivo no está claro
¿Cuál sería el objetivo de enviar a las fuerzas armadas de Estados Unidos a atacar a un grupo criminal extranjero, a un jefe de un cártel o a otro blanco específico como un laboratorio de drogas? ¿La intervención busca derrotar al “crimen organizado” en el país en cuestión? ¿O se propone, más específicamente, destruir al grupo criminal que la administración Trump decidió incluir en su lista de organizaciones terroristas?
Aun cuando el objetivo fuera eliminar a un grupo determinado, el resultado sería decepcionante en términos de reducir la violencia o el narcotráfico en el mediano y largo plazo. Cualquiera que haya investigado el crimen organizado en América Latina sabe lo efímeros y fácilmente reemplazables que resultan los grupos y líderes individuales.
No cabe duda de que las enormes capacidades del ejército estadounidense le permitirían interrumpir las actividades de un grupo criminal específico, destruir complejos de laboratorios de drogas y capturar capos. Pero, como cualquier oficial militar o analista de inteligencia con criterio puede señalar, eso aporta muy poco al objetivo más amplio de acabar con el crimen organizado.
Nuevos grupos criminales —a menudo más violentos— surgen para llenar los vacíos que dejan los líderes asesinados o capturados. Un nuevo laboratorio de fentanilo puede construirse en México por unos 60,000 dólares (aproximadamente lo que cuesta un Tesla). Si el alcalde, el jefe de policía o el banquero local participa en las ganancias, el territorio seguirá siendo campo fértil para los recién llegados. Aunque un grupo criminal particular desaparezca, el crimen organizado persiste. Que se lo pregunten a cualquier residente de larga data de Medellín, ciudad que desde inicios de los años noventa ha estado bajo la influencia del cartel de Medellín, la Oficina de Envigado, La Terraza, los paramilitares del Cacique Nutibara y el Bloque Metro, el Clan del Golfo y diversos “combos” barriales. Los nombres cambian, pero el fenómeno criminal permanece.
No se puede acabar con el crimen organizado a punta de balas y bombas, y el intento de hacerlo resultará en una amarga experiencia para la administración Trump. Si lleva a cabo sus planes de usar a las fuerzas armadas estadounidenses para combatir al crimen organizado en el extranjero, habrá muchos momentos de “Misión Cumplida” seguidos de retrocesos vergonzosos.
- Combatir el crimen organizado como si se tratara de una insurgencia anti-gobierno o un grupo terrorista muestra una incomprensión fundamental del adversario y es una receta para el fracaso.
Cuidado con los políticos y analistas de seguridad que hablan de “derrotar” al Cartel de Sinaloa o al Tren de Aragua con los mismos métodos militares que en el pasado se usaron para debilitar a grupos insurgentes o terroristas, desde ISIS hasta las FARC. Aquellos grupos necesitaron décadas de ofensivas militares antes de disolverse o sentarse a negociar, y son adversarios muy distintos de enfrentar en comparación con el crimen organizado.
Los grupos criminales son adversarios menos predecibles porque no necesariamente buscan enfrentarse con los gobiernos de sus países. Lo que quieren es ganancia, no poder político (salvo cuando el poder sirve para proteger sus ganancias). Eso los hace mucho más difíciles de combatir únicamente mediante la fuerza militar que a las insurgencias o a los “terroristas”. La administración Trump parece no entender este punto en absoluto.
Para decirlo en términos demasiado simples, pensemos en la metáfora latinoamericana de la “plata o plomo”. Un grupo ilegal puede influir en el gobierno ofreciendo sobornos y pagos (plata) para ganar su aquiescencia e incluso penetrar en instituciones. Cuando eso no funciona, recurren al plomo, es decir, a las balas: usando la violencia para intimidar a representantes del Estado o incluso expulsarlos de territorios enteros.
Una insurgencia combate al Estado con “plomo” pero no con mucha “plata”. Aunque atacaron, emboscaron, secuestraron y asesinaron, grupos como las FARC en Colombia, el FMLN en El Salvador (durante la guerra civil) o Sendero Luminoso en Perú rara vez operaron a partir de enriquecer a funcionarios estatales. El crimen organizado, en cambio, prefiere no enfrentar al Estado y combina sus amenazas con plata.
La combinación de “plata” con “plomo” hace que el crimen organizado sea mucho más difícil de combatir que las insurgencias o los terroristas únicamente con fuerza militar. El “enemigo” está tan entrelazado con las fuerzas de seguridad, el sistema judicial, el gobierno en todos sus niveles y la economía legal, que a menudo se vuelve muy difícil distinguir entre amigo y enemigo.
Se puede eliminar al líder de un grupo criminal, pero las relaciones de su estructura con el gobierno y la economía legal seguirán allí. Deshacer esas relaciones no es una misión militar: es tarea de investigadores, fiscales y jueces, quienes a su vez deben estar sujetos a un estricto control anticorrupción.
- Enviar al ejército estadounidense a combatir a los «cárteles» no logrará nada que la “guerra contra las drogas” no haya logrado ya, repetidamente, sin ningún efecto duradero, a pesar del enorme derramamiento de sangre.
No hay que mirar más allá de la historia de Estados Unidos en América Latina durante el último medio siglo. El gobierno estadounidense, trabajando con unidades específicas dentro de las fuerzas de seguridad de gobiernos aliados, ya ha tenido décadas de éxito al capturar a los líderes de grupos del crimen organizado. Desde Pablo Escobar hasta El Chapo Guzmán, sus reinados no duran mucho, y las cárceles de Estados Unidos están llenas de ellos. En cualquier caso, incluso los “capos” más poderosos y sus organizaciones operan dentro de un mercado global dinámico en el que son reemplazables, a menudo por competidores aún más hábiles.
No solo siguen apareciendo nuevos líderes, sino que las drogas ilegales siguen estando fácilmente disponibles a pesar de décadas de esfuerzos para frenar su producción y suministro. La pureza y el precio ajustado por inflación de un gramo de cocaína en las calles de Estados Unidos apenas ha cambiado en más de 30 años de medición, y con la heroína ocurre algo similar. La disponibilidad de fentanilo fabricado ilícitamente ha variado según la ubicación, pero el precio ajustado a la pureza del fentanilo también parece estar en descenso. La última evaluación de la Agencia Antidrogas de EE.UU. (DEA) indica una reducción en la pureza del fentanilo en 2024. Pero la DEA también advierte que la mezcla con otras sustancias (como la xilazina, un tranquilizante veterinario) hace que las drogas callejeras sean sumamente peligrosas.
El enfoque de la fuerza no funciona. Puede derrotar a ciertos capos y grupos del crimen organizado, pero dejará intacto al “crimen organizado”, porque los soldados y las fuerzas armadas no existen para combatir redes de corrupción y el financiamiento ilícito.
- Lograr este “mismo resultado” tendría un costo enorme. Hay razones importantes por las que Estados Unidos ha evitado llevar a cabo operaciones militares en países no adversarios sin el consentimiento del gobierno “anfitrión”.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, respondió con rapidez a la noticia de la orden secreta de la administración Trump: “Estados Unidos no va a venir a México con los militares”, declaró el 8 de agosto. “Cooperamos, colaboramos, pero no habrá invasión. Eso está descartado, absolutamente descartado.”
En México y en otros lugares, una operación militar no consensuada en territorio extranjero causaría un daño tan grave a las relaciones bilaterales y regionales que la promoción y el logro de otros intereses estadounidenses en ese país se volverían prácticamente imposibles. La previsible ruptura en las relaciones con México, por ejemplo, socavaría o pondría fin a la cooperación en una amplia gama de temas, incluidas posibles estrategias productivas para enfrentar el crimen y la violencia la pérdida de cooperación también entraríadirectamente en conflicto con otras prioridades de la administración Trump, en particular en materia migratoria, un ámbito en el que México está colaborando de manera significativa con los esfuerzos de Estados Unidos para reducir el número de personas que logran llegar, ingresar o permanecer en el país).
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