En el Caribe, donde el sol brilla para el turismo y la inversión, también se oculta una amenaza silenciosa que corroe desde adentro: el lavado de activos. En República Dominicana, esta forma de criminalidad financiera se ha consolidado como un poder paralelo que distorsiona la economía, debilita las instituciones y amenaza la legitimidad democrática del país. Con información de Al Momento.
Con una economía altamente dependiente del turismo y una ubicación estratégica, la isla se ha convertido en un blanco ideal para los carteles internacionales. Aunque las autoridades insistan en negar la presencia formal de estructuras del narcotráfico, sus capitales operan con sofisticación legal, amparados por empresas fachada, zonas francas, casas de cambio y el mercado inmobiliario.
Lo más alarmante es que muchas de estas operaciones pasan inadvertidas, ocultas bajo la narrativa del crecimiento económico y una aparente legalidad. La globalización financiera, sumada a la debilidad institucional, ha convertido al país en un terreno fértil para inyectar dinero sucio en los circuitos formales. No se trata solo de crimen organizado, sino de una colonización financiera que pervierte la competencia, encarece la vida y expulsa a los empresarios legítimos.
El turismo, principal motor económico de la nación, tampoco escapa de esta lógica perversa. En zonas como Punta Cana, Bávaro y Samaná, la entrada de capitales oscuros ha alterado los precios, fomentado la informalidad y atraído un turismo de lujo vinculado al crimen. Lo que debería ser desarrollo sostenible, se convierte en escaparate de impunidad y ostentación sin origen claro.
A esto se suman los puertos dominicanos, vulnerables por la baja fiscalización, la complicidad de funcionarios y la falta de trazabilidad. Contenedores no inspeccionados y procesos aduanales poco transparentes facilitan tanto el tráfico de drogas como el lavado de dinero.
En este escenario, la tecnología puede ser un aliado: escáneres inteligentes, algoritmos de riesgo, blockchain aduanal y vigilancia con drones permitirían anticipar operaciones ilegales. Pero la tecnología por sí sola no basta: se requiere voluntad política, inversión sostenida, cooperación internacional y una administración pública verdaderamente comprometida con la legalidad.
Tampoco hay batalla posible sin una justicia funcional. Mientras casos de lavado prescriben o se archivan sin consecuencias, los delincuentes siguen ganando poder. La impunidad es el combustible del crimen organizado. Es urgente blindar la independencia judicial, proteger a jueces y fiscales del chantaje y profesionalizar la carrera judicial bajo criterios de meritocracia y transparencia.
El riesgo para la democracia es profundo. Cuando el crimen captura jueces, alcaldes, legisladores o financia campañas políticas, lo que queda es una simulación de república. Las leyes se convierten en escenografía y el verdadero poder se ejerce desde la sombra, favoreciendo intereses criminales.
Combatir el lavado de activos no es solo una tarea policial. Es una misión de Estado y de sociedad: requiere educación ciudadana, vigilancia cívica, compromiso empresarial, periodismo libre y cooperación transnacional. Implica recuperar la ética pública como principio rector de la vida institucional.
República Dominicana cuenta con el talento, el marco normativo y el respaldo internacional para actuar. Pero sin justicia, control efectivo y transparencia real, el país corre el riesgo de convertirse no solo en un paraíso turístico, sino también en refugio del crimen financiero. El silencio no es neutralidad: es complicidad.











