La justicia “fuerte pero misericordiosa” que salvó a los sobrinos Flores de pasar su vida tras las rejas

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Foto Cortesía

CCD La benevolente sentencia de 18 años de cárcel impuesta a los sobrinos de la pareja presidencial de Venezuela, Efraín Campo y Franqui Flores, echó por tierra cualquier análisis previo sobre el caso. El juez Paul Crotty consideró que las penas propuestas por la Fiscalía eran “desproporcionadas”. Los sentenciados defendieron su “buen corazón” con uñas y dientes

El juez Paul Crotty habla despacio, gesticula cada palabra como tratando de que no quede duda de lo que dice. Efraín Campo Flores entrelaza los dedos; Franqui Flores de Freitas observa atento. “Voy a imponer una sentencia de 216 meses (18 años) y una fianza de 50 mil dólares a cada uno”, dice Crotty mirando a los acusados directamente y aclarándoles que no tendrán beneficios alternativos. Todas las quinielas, proyecciones y apuestas al respecto cayeron estrepitosamente. Los sobrinos de la pareja presidencial de Venezuela, Cilia Flores y Nicolás Maduro, salieron ilesos de cumplir pena máxima en una cárcel de Estados Unidos. Silencio total en la sala. Los acusados asienten lentamente con la cabeza.

Una hora antes habían entrado a la sala los cuatro abogados defensores, detrás de ellos la esposa de Campo Flores, Jessair Rodríguez, y otra mujer de identidad desconocida. Rodríguez esperaba a su esposo en la primera hilera de la izquierda de las gradas destinadas al público. Su cabellera, teñida de castaña a un rubio platinado, la hacía parecer otra persona pero su característica expresión fija en el estrado del juez, inamovible, sin mirar a los lados, hacía evidente que era ella quien estaba allí, nuevamente, acompañando a su esposo.

Minutos después, los fiscales de la Corte del Distrito Sur de Nueva York, Emil Bove y Brendan Quigley, entran a la sala envueltos por un aire de victoria. Sonríen confiados. Cada uno carga un par de gruesas carpetas llenas de hojas. Las sueltan ruidosamente en los escritorios de la corte asignados para ellos, justo entre el juez y los acusados. Entra Sandalio González, el agente de la Agencia de Administración para el Control de Drogas (DEA por sus siglas en inglés) responsable de toda la recolección de evidencias y captura de los primos Flores. Se ubica al lado del equipo de la Fiscalía.

A las tres de la tarde en punto dos oficiales enfundados en chalecos antibalas y guantes negros abren un maciza puerta de madera ubicada a la izquierda de la sala. Una rendija deja al descubierto un pequeño salón de paredes cubiertas con baldosas blancas. Se escucha el tintinear de un llavero que pareciera cargar todas las llaves del mundo y un ligero choque de cadenas que anuncia la entrada de los condenados.

Entra Efraín y guiña frenéticamente ambos ojos a su esposa, le lanza besos tratando de sacar ventaja a los segundos. Saluda a sus abogados con una sonrisa y un apretón de manos. Se sienta a la izquierda de John Zach y Randall Jackson, sus dos abogados. Luego entra Franqui con el ceño fruncido y los labios apretados. No saluda a nadie. Lanza una mirada furtiva pero cargada a la prensa. Se sienta entre sus abogados, David Rody y Elizabeth Espinosa. Ambos visten uniforme de franela y mono azul oscuro, zapatos de suela blanca del mismo color de su nueva ropa habitual; están esposados por los tobillos pero sus manos están libres de ataduras.

Campo Flores y Flores de Freitas reunían todos los números necesarios para ser condenados a cadena perpetua. De acuerdo con la tabla de cálculo de la pena utilizada en la justicia estadounidense, ambos acumulaban 38 puntos por la conspiración y la cantidad de cocaína negociada durante la operación, dos por el uso de armas, dos por el uso de un avión privado y dos por su papel como jefes del hecho. A juicio de la Fiscalía 30 años no eran suficientes, pero eran aceptables; para la defensa 10 años eran suficientemente ejemplarizantes. En ese momento el juez era el único capaz de imponer su criterio.

La Fiscalía recalcó que la cantidad de droga involucrada, las armas y el uso de aviones privados y aeropuertos privilegiados eran razones suficientes para mantener a los sobrinos de Maduro al menos tres décadas tras las rejas. Añadieron otros argumentos: que actuaban como jefes de una organización criminal, de que habían declarado una “guerra” contra Estados Unidos apoyándose en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y que los fondos de esta operación delictiva estarían destinados a la perpetuación de un régimen de gobierno que violaba derechos humanos a su población. Campo se encogió de hombros al escuchar el último.

La Defensa subrayó una y otra vez elementos que intentaban probar que sus clientes no eran malas personas y estaban muy lejos del estereotipo de un narcotraficante. Recordaron que más de 30 familiares y amigos habían enviado cartas al juez para abogar por su honradez. Resaltaron que no tenían antecedentes penales, ni riquezas en Venezuela. “Por supuesto, ellos vivían un poco por encima de los venezolanos normales, pero no eran millonarios”, aseguró Jackson.

Pero fueron los mismos Campo y Flores quienes defendieron su bondad con todo empeño. La primera vez que la voz de los primos se escuchó en la sala fue en 2016, en las grabaciones ocultas en las que se jactaban del poder y conexiones que les garantizaban el desarrollo total de sus “negocios” en Venezuela; la segunda fue hoy, 14 de diciembre de 2017 cuando dirigieron al juez emotivas palabras que buscaban tocar su corazón y, de este modo, obtener una pena menos severa.

Campo, como de costumbre, toma la delantera sobre su primo. Con voz fina, aguda, sumisa, agradece al juez la oportunidad de hablar y el respeto con el que fue tratado desde el inicio del proceso. “Sé que he cometido errores y perdí de vista lo más importante”, dijo. En adelante se enfoca en agradecer a su esposa por su apoyo, a pedirle disculpas por no estar presente en el nacimiento de su segundo hijo juntos y a recordarle que la ama. Hizo lo propio con su madre, sus amigos y su familia. Distribuye en igual medida los saludos a primos y tíos, sin decir ningún nombre en especial. “Estoy muy avergonzado por todo el daño y sufrimiento que esto les ha causado”, menciona. Dice un par de frases en un tímido inglés, en un esfuerzo por demostrar que su tiempo encarcelado ha sido productivo. “Estoy muy avergonzado y arrepentido”, reitera.

Flores de Freitas rompe su expresión ruda de un segundo a otro. Cuenta que su familia siempre le ha dicho que no es un buen orador, pero que es hábil con gestos y acciones. “Estoy tan arrepentido. Todos somos humanos y caemos en el pecado”, dice trastabillando en su lectura. Como forzado por las circunstancias, contó segmentos de una infancia traumática propiciada por la muerte de su madre, los maltratos verbales y físicos infligidos por su padre (hermano de Cilia Flores) y la vida en casa de una abuela que, asegura, a duras penas podía alimentarlo.

“No soy una mala persona. Trato de ayudar a las personas que están en una situación psicológica peor que yo. Corto el cabello de otros presos y reparo sus radio como un acto de caridad, lo hago con todo el gusto. Estudio inglés y la Biblia. Mi hijo de nueve años es lo más importante para mi”, se defiende. Su voz se quiebra y lágrimas corren por sus mejillas. Se disculpa, aclara su garganta y continúa: “Estoy deshecho y desconsolado al saber que no estoy con mi hijo mientras crece”, dice. Inmediatamente pide disculpas a su otro talón de Aquiles: su abuela y sus amigos. “Le pido que me dé la oportunidad de reponer mis errores”, súplica al juez aún entre lágrimas.

Crotty se mantiene sereno durante ambas intervenciones, hasta que llega su momento. Para el juez tanto la sentencia de por vida, como la de tres décadas resulta “desproporcionada”. “En este caso no hubo incautación alguna de drogas y, ciertamente, ellos tomaron decisiones estúpidas. No hay prueba alguna de distribución de drogas en Estados Unidos”, puntualiza. Desde su perspectiva “la justicia debe ser fuerte, pero misericordiosa, sino sería crueldad” y “la separación de sus familias ya será particularmente dolorosa”.

Aclara que cada condena es independiente y se desliga de decidir en concordancia con el castigo impuesto en un caso similar —el del hijo del expresidente de Honduras Fabio Lobo, condenado a 24 años de cárcel por delitos parecidos—. “360 meses (30 años) es extraordinariamente largo. Por su edad equivale a toda su vida”, menciona. Hace una pausa larga. “La sentencia que voy a imponer…—hace una pausa más corta— es de 216 meses y una multa de 50 mil dólares a cada uno”. Los dos agachan ligeramente la cabeza. En este punto no hubo lágrimas.

Es imposible descifrar solo con una mirada qué pasa por la mente de alguien que sabe que entrará a una cárcel como un joven vigoroso de 30 años y saldrá como un menguado adulto de 50 años, con hijos que pasan de niños a adultos y, quizás, con cambios significativos en su país de origen. Lo que sí es un hecho es que, a pesar de que todas la probabilidades jugaban en su contra y de haberse ganado a pulso todos los números para tener el mayor de los castigos, la benevolencia del juez los salvó de lo que parecía un destino seguro. Crotty les dio la oportunidad de ser mejores.

A los sobrinos de Maduro y Flores les resta pasar en la cárcel la misma cantidad de años que el chavismo ha ocupado el gobierno de Venezuela hasta 2017.

Después de conocida la sentencia, la defensa pidió al juez sugerir a la la Agencia Federal de Prisiones —mejor conocida como BOP, por las siglas en inglés del Federal Bureau of Prisons— que ambos sentenciados sean trasladados al estado Florida, para facilitar los viajes y abaratar los costos de sus familiares en Caracas. Antes de conocer la sentencia, los abogados mencionaron las sanciones impuestas por Estados Unidos a funcionarios del gobierno venezolano como otro posible impedimento para estas visitas. El juez Paul Crotty puede hacer recomendaciones, pero la última palabra sobre el nuevo sitio de reclusión la tiene el BOP. Hasta el momento de la redacción de esta nota las autoridades competentes no se han pronunciado al respecto.

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